miércoles, 12 de octubre de 2011

Si procastinas, la cagas.

¿Alguna vez habéis tenido una idea medianamente aceptable pero, al poneros al teclado, os sale un tremendo truño que, a los pocos párrafos sois incapaces de continuar?

Pues eso.

Aviso: alto contenido de World of Warcraft. He intentado hacerlo legible para los profanos. Aún así, habrá cosas que no se pillarán. Sorry.


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Hinuden bajó las escaleras de la posada, en la plaza de la catedral. Un novicio se le acercó solícito con una taza de café. Las habitaciones y el servicio para los paladines y sacerdotes siempre habían sido mejores que para los demás. Por eso siempre había preferido irse a dormir como Hinuden. Agradeció al muchacho y fue a sentarse a una de las mesas. Cogió un ejemplar de “La Luz de cada día” y se puso a ojearlo sin prestarle mucha atención. La mayoría de las noticias estaban desfasadas y el corte triunfal y propagandista, ya hacía meses que le sabía rancio. Perdió toda atención cuando leyó de pasada la crónica de la enésima botadura de un barco de guerra. Dobló el periódico y lo dejó encima de la mesa. Se recostó contra la pared y se puso a beber su café mientras esperaba el resto de su desayuno.

Miraba a través de la ventana sin fijarse en nada. Por la puerta entraron dos sacerdotisas parloteando entre ellas: una enana y una gnoma. Hinuden había luchado muchas veces junto a enanos que profesaban La Luz, pero ver a gnomos vistiendo los hábitos sacerdotales seguía pareciéndole extremadamente raro. Aunque, claro, después de aquella vez que se cruzó con un tauren paladín en Tierras Altas Crepusculares, ya había perdido la capacidad de asombrarse.

El mozo trajo al fin su desayuno consistente en media hogaza de pan, mantequilla, tocino frito, queso y dos huevos duros. Hinuden atacó al enemigo como si de un demonio se tratase. Su costumbre de no cenar hacía que, por las mañanas, tuviese hambre. Las dos sacerdotisas seguían hablando entre ellas y quejándose de que los chamanes y druidas estaban muy brutos, y eran preferidos para curar antes que los sacerdotes. Cuando pasaron a evaluar el valor estético de sus hechizos comparados con los de magos y brujos, Hinuden supo que necesitaba aire fresco y estirar las piernas. Dejó una moneda de oro en el mostrador y salió a la calle.

Era miércoles. Y los miércoles, el mundo se reiniciaba. Los monstruosos jefes de las grandes mazmorras tanto en Azeroth como en Terrallende, resucitaban. Y la gente se volvía loca comprando drogas para mejorar su intelecto, su fuerza, su agilidad… Las casas de subastas hervían de actividad. En el Distrito de mercaderes, el pregonero mecánico recitaba con voz monótona los anuncios: herreros, alquimistas, peleteros, sastres, encantadores. La competencia era feroz. Si uno quería hacer fortuna en Ventormenta, el pregonero no era la mejor opción. La gente pasaba frente a él sin a penas prestarle atención.

En el barrio de los Enanos, un segundo pregonero se dedicaba a las ofertas de empleo. Los anuncios de reclutamiento y las ofertas de aventureros que alquilaban sus servicios, se triplicaban los miércoles. En aquella temporada, estaba de moda darse un garveo por Tierras de Fuego. Ya fuera para darle la paliza semanal a Shannox el cazador, o simplemente para ganarse algo de reputación con los Vengadores de Hyjal a base de matar cientos de pobres esbirros que, ya ves tú, qué mal le habrían hecho a nadie. Siempre cabía la posibilidad de encontrar alguna pieza de equipo resultona, perdida en los bolsillos de algún esbirro de manos largas. Pero eso ocurría muy de vez en cuando.

Hinuden pensó en acercarse al transfigurador y transformarse en alguno de sus alter ego. Pero no tenía ningún interés especial por hacer nada en concreto como ninguno de ellos. Se dio un paseo hasta la taberna de los enanos y, cerveza se mano, se puso a escuchar al pregonero.

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