viernes, 4 de noviembre de 2011

Uno punto uno, primera.

Diario de guerra. Día 6.

Valencia ha caído. Esos cabrones nos lo han puesto difícil, se han resistido lo suyo. Supongo que nadie quiere morir.

Fue buena idea empezar por el este y el sud-este. Tomamos la A-7 y el río nuevo en cuestión de horas. Por lo que he oído, el puerto cayó bien. Cuando quisieron darse cuenta, las salidas a Alicante y a Madrid estaban cerradas. Facilón. ¿Qué se puede esperar de una ciudad acomodada y corrupta, un martes a las 3 de la madrugada?

Tomar el norte fue más complicado, no teníamos mucho material por allí. Sus cabecillas se coscaron rápido de nuestra táctica y se atrincheraron en las rutas que salen a Barcelona. Aquello de la circunvalación fue una gran idea en su día pero, a nosotros, nos lo puso difícil. Estuvo bien eso de tomar el ayuntamiento y el palacio de la Generalitat. Cuando la noticia corrió por sus radios y televisores, la mayoría de la población civil se atrincheró sus casas y no molestó demasiado. El tercer día todas nuestras tropas de asalto estaban concentradas en el norte. Ellos, desesperados, habían intentado mantener una entrada segura para los suyos que venían desde el norte. Por suerte el río viejo es una buena barrera natural. Nos cargamos los puentes y dejamos en pie sólo del de Aragón y el de campanar; nor-este y nor-oeste. A mí me tocó una guinda: pacificación. Me mandaron al hospital General. Tenía que guarnecerlo y ocuparme de que la entrada de sus heridos estaba garantizada. Cuando terminamos con eso, bajamos por la avenida del Cid y nos ocupamos de que, en el cuartel de policía que estaba por allí, estuvieran lo más tranquilitos posible. Estaba desierto. A los dos o tres que quedaban de guardia, nos los rendimos rápido.

Por lo que pude escuchar durante el día y medio siguiente, los del frente lo tuvieron jodido. Los bombazos se oían incluso en la madrugada. Una de las veces que pase por el hospital oí a un niño pregunta a su madre: «¿Ya estamos en fallas, mare?». Definitivamente esta gente es muy rara. La mujer se llevó un dedo los labios conminando al niño para que se callase. Después me miró de medio lado y pude ver en sus ojos odio: las horas iniciales de terror habían pasado y ya no éramos engendros salidos de una pesadilla. Éramos muy reales. Éramos sus enemigos y nos odiaban a muerte. Aquella sala de espera estaba abarrotada, pero el silencio era casi total. Sólo se oían algunos sollozos reprimidos y, de vez en cuando, algún niño rompía a llorar hasta que su madre o padre lo calmaban. La mayoría eran huesos rotos y contusión. El mismo niño al que oí preguntar, llevaba un brazo en cabestrillo. Sólo había un par de heridos en camillas, uno con un corte feo en el muslo y otro con la cabeza vendada. Supongo que la mayoría podían haberse ido a sus casas. Quizá las de algunos estuvieran al otro lado del río, pero creo que sus razones para permanecer allí tenían más que ver con sus primitivos instintos de manada.

Al salir de allí me dirigí a nuestro puesto de mando en la zona. Quería enterarme de cómo iban las cosas y a la vez recibir nuevas órdenes. Al parecer nuestros jefes habían sacado las cabezas de sus respectivos culos y estaban organizando el ataque a la retaguardia del enemigo. Nuestros colegas de los pueblos cercanos, al otro lado de las líneas enemigas, estaban reagrupándose y tenían planeado bajar por la carretera antigua de Barcelona. Mientras tanto, me dijeron, unos cuantos capullos se habían atrincherado en el mercado central. Le tocó a mi escuadrilla hacerse cargo. ¡Por fin algo de acción!

El casco antiguo es un puto laberinto de callejuelas estrechas donde, al girar una esquina, apenas alcanzas a ver 20 metros adelante. Por suerte sólo encontramos unos cuantos vigías de camino, que salían cagando hostias en cuanto nos veían doblar por una esquina. Los “valientes” se habían encerrado en el propio mercado. Ese viejo edificio era bastante grande. De dos plantas, presentaba cinco lados, pues conectaba dos calles paralelas. Con ventanas en el piso de arriba. En cuanto lo vi pensé que, si tenían suficiente gente para defenderlo por todos lados, la cosa iba para largo. Tras mandar un par de exploradores-rápidos, supimos que sólo tenían dos vigías por cada lado. Esto me convenció de que, seguramente el grueso estaría esperando en el interior y se desplazarían a uno de los lados en cuanto hubiera una alarma. Ni siquiera esos orangutanes calvos estaban tan locos como para pretender defender semejante edificio con sólo 10 hombres, tenía que haber más: esperando. Una de las consignas de nuestra campaña era intentar mantener con vida la mayor cantidad posible de mano de obra, así que hice lo lógico. A Antúnez le tocó la papeleta. Me daba la impresión de que era el menos amenazador de todos, estéticamente hablando claro (el cabrón se gasta una leche que te rilas). Cuando la cosa estuvo clara, el gallego se puso en marcha. Elegimos una explanada abierta en el lado nor-oeste, frente a la puerta principal, para que lo vieran llegar desde lejos. Fue caminando despacio y con los brazos separados del cuerpo, mostrando sus manos desarmadas. Cuando estuvo unos 10 metros de la entrada llamó.

- ¡Los de dentro! Vengo a parlar.- Su acento de Orense era bastante fuerte a pesar de los años que, según él, había pasado en Valencia.

Tardaron tres largos minutos en contestar.

- ¿Qué quieres, bicho?- la voz sonaba grave y potente. Quizá algo elevada. ¿Era miedo?

- He venido a negociar. Aquí fuera las cosas se están enfriando, cualquier posible refuerzo se os queda muy lejos. No necesitamos más muertes de las necesarias. Pensad con la cabeza y saldréis vivos.- Hay que reconocer que el gallego no lo hizo mal del todo. Pero los animales acorralados no suelen ser muy razonables.

El primer tiro voló la mano izquierda de Antúnez. Y debería conformarse con eso, porque un instante después de tirarse a tierra, otra bala pasó silbando por donde había estado su cabeza. Rodó rápido para cubrirse con un coche que había a su izquierda. Si alguno de nosotros pensaba enfrentarse contra profesionales, la idea se nos fue rápido. Esos inútiles pasaron al menos 4 minutos disparando a todo trapo contra el coche. Cuando el cabecilla consiguió que se frenaran, Antúnez salió cargando leches hacia nuestra posición. Tocaba rascarse la cabeza para entrar. Por suerte uno de los nuestros, Ramiro el tuerto, conocía algo aquella zona. Me dijo que, cuando los camiones venían a dejar la mercancía, no subían las cajas por las puertas principales. Eso le hizo pensar que debía haber alguna entrada subterránea.

Mande de nuevo un par de exploradores-rápidos a buscar. Al cabo de un rato, uno de ellos asomó la cabeza por una rampa medio oculta a la vista, situada en la parte sur del edificio. Mientras tanto Antúnez se había medio-arreglado el destrozo en su mano. Como estaba claro que ya no podía sostener un rifle, se ató con un par de alambres una bayoneta en el muñón, en el cinturón llevaba su pistola y en la diestra apretaba la mía. En su cara había cabrero, pero estaba sereno. Lo más probable es que, al regresar, pudieran hacerle un trasplante.

Uno de los exploradores nos guió dando un rodeo por las calles paralelas hasta una esquina, desde la que podíamos echar una carrera hasta la rampa. Mandé a Ramiro y a Pérez para que callejeran hasta una posición en el lado nor-este. La idea es que metieran bastante ruido, para que los de adentro se asomaran por allí. Un par de granadas bien tiradas y algunos disparos, nos libraron del vigía que podía enfilarnos. Así que los 13 restantes nos echamos una carrera hasta rampa de acceso. Al pasar corriendo junto a un árbol toqué madera. No es que uno sea supersticioso, pero 13 es un número muy feo.

Una vez estuvimos dentro la cosa no duró más de media hora. El sitio era enorme y los puestos de venta estaban alineados formando calles dentro del edificio. Pero esta gente no se había molestado en hacer barricadas decentes. Los primeros que nos cruzamos huyeron enseguida hacia el grueso del grupo, así que nos indicaron el camino: que majos. Una vez dieron la alarma empezamos a movernos más rápido. En cada cruce asegurábamos las esquinas y pasábamos al siguiente sin esperar. Tras una arcada, un grupo de puestos separados del resto y enfrentados a la entrada, les sirvió de línea de defensa. Cinco o seis nos quedamos allí soltándoles todo lo que teníamos, mientras el resto daba un rodeo y se les echó por la derecha. ¿Esta gente se ha olvidado de para qué sirven los cuchillos? Cuando los nuestros llegaron al cuerpo, empezaron a soltar tajos. Sólo tres o cuatro de los suyos se pusieron farrucos usando sus armas para golpear y parar. Unos cuantos se hicieron la picha un lío y cayeron antes de saber por dónde les habían dado la colleja. El resto soltaron las armas en cuanto vieron caer a los primeros y se rindieron rápido. A los desperdigados que seguían en sus trece los “convencimos de rendirse” con argumentos contundentes. Dos bajas de los nuestros, 16 de los suyos y 14 prisioneros. Tanto rollo para luego tampoco.

Ya habíamos pasado la tarde entretenidos.

Escoltamos a los prisioneros al puesto de guardia más cercano. A los “reclutas” nos los llevamos en una camioneta a la base de entrenamiento.

Con todo el pollo no nos dimos cuenta hasta que hubimos terminado: las bombas ya sonaban más lejos. Sin duda los nuestros estaban avanzando, por ambos lados. Nuestra escuadra aún tuvo que hacer un par de patrullas más durante el día siguiente. Pero al fin, ayer por la tarde, el pescado estuvo vendido. La ciudad ya era nuestra. Las vías principales al norte, al este, y al sur; ya estaban controladas. Por fin nos dieron permiso para echar un sueño. Y menudo sueño más raro tuve.